Un día Amparito encontró en un rincón de
la despensa un pedazo de pan, olvidado allí desde hacía mucho tiempo. Según su
costumbre, lo cogió y se lo guardó en el bolsillo. Cerca de la puerta de su
casa encontró un perro y le echó el mendrugo; pero era tan duro, que botó sobre
la acera y saltó de rechazo como una piedra. El perro no quiso comerlo, y se
fue, quedando el mendrugo en medio de la calle.
Poco después acertó a llegar una pobre
viejecita, encorvada sobre un cayado y andando muy trabajosamente. Pasito a
pasito llegó hasta donde estaba el mendrugo. Se detuvo; se inclinó con gran
fatiga, le cogió, le besó y suspiró diciendo:
-Lo mojaré en agua para reblandecerlo,
lo comeré, y sostendré mis fuerzas.
Lo oyó Amparito y se conmovió tanto, que
no fue dueña de contener las lágrimas. Pero ¿de qué sirve conmoverse si no se
adopta una buena resolución? Así lo comprendió la niña, que desde entonces
guardó con mayor cuidado los pedacitos
de pan; y si llegaba a su casa un pobre, le hacía con ellos y un poco de caldo
una sopa que le reanimaba. En cambio, recibía bendiciones de los pobres, besos
de su mamá y el cariño de cuantas personas conocían sus buenos sentimientos.
Tiene la caridad celestial en su sonrisa. Y se
premia con raudales de cariño la sencilla acción del tierno niño. Porque a
veces la vida te sorprende con personas que piensan que por su limpieza y
belleza no saben hacer nada ni dar nada. Y puedes sorprenderte de lo habilidosa
que puede serlo. Aun sin reconocimiento de su gran sabiduría, los ignorantes no
la ven. Porque están ciegos de tanta suciedad que les rodea y de las que se
rodea.
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