La
mamá de Amparito se puso enferma, y ella no abandonaba un instante la cabecera
del lecho de su querida mamita. Estaba atenta a cuanto necesitaba, y preveía
sus menores deseos. Todo lo hacía con cariño, con prontitud, con atención. Le
daba las medicinas y le hacía todos los pequeños servicios que le era posible,
como una mujercita. ¡Qué niña tan buen! Dice su mamá.
Por
eso la querían todos. Los pobres la llamaban su bienhechor, su angelito de
consuelo, y todos la bendecían.
En
hacer el bien encontraba Amparito la más pura de las satisfacciones. Un día,
después que su mamá se puso buena, salió
de la casa para comprar una muñeca, y encontró en la calle a una
pobrecita niña con los pies descalzos. ¿Qué diréis que hizo? En vez de la
muñeca compró unas medias y unos zapatitos, y se los dio a la niña.
Después
decía a su mamá: <<Nunca he experimentado tanta alegría>>.
No
basta abstenerse del mal: es necesario también hacer cosas buenas.
Niña
que con tanto anhelo socorre al necesitado, no es niña: es ángel bajado por
dicha nuestra del cielo. Pero muy pocos seres humanos pueden tener un ángel y
el que lo tiene o ha tenido, ni ha sabido lo que es, ni el sentimiento para
sentirlo cerca. Ha rozado el ángel con las yemas de sus dedos su corazón, pero
estaba muerto. Aquel ángel se marcho. No podía encender la llama del corazón
muerto. Eso es cosa divina. Sin embargo, aquel que lo reconoce y ha sentido en
algún espacio tiempo a ese ángel, aun sin tenerlo lo cuida y protege, este
dónde este.
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