lunes, 8 de julio de 2013

¡Qué niña tan buena era Amparito!


 

La mamá de Amparito se puso enferma, y ella no abandonaba un instante la cabecera del lecho de su querida mamita. Estaba atenta a cuanto necesitaba, y preveía sus menores deseos. Todo lo hacía con cariño, con prontitud, con atención. Le daba las medicinas y le hacía todos los pequeños servicios que le era posible, como una mujercita. ¡Qué niña tan buen! Dice su mamá.

Por eso la querían todos. Los pobres la llamaban su bienhechor, su angelito de consuelo, y todos la bendecían.

En hacer el bien encontraba Amparito la más pura de las satisfacciones. Un día, después que su mamá se puso buena, salió  de la casa para comprar una muñeca, y encontró en la calle a una pobrecita niña con los pies descalzos. ¿Qué diréis que hizo? En vez de la muñeca compró unas medias y unos zapatitos, y se los dio a la niña.

Después decía a su mamá: <<Nunca he experimentado tanta alegría>>.

No basta abstenerse del mal: es necesario también hacer cosas buenas.

Niña que con tanto anhelo socorre al necesitado, no es niña: es ángel bajado por dicha nuestra del cielo. Pero muy pocos seres humanos pueden tener un ángel y el que lo tiene o ha tenido, ni ha sabido lo que es, ni el sentimiento para sentirlo cerca. Ha rozado el ángel con las yemas de sus dedos su corazón, pero estaba muerto. Aquel ángel se marcho. No podía encender la llama del corazón muerto. Eso es cosa divina. Sin embargo, aquel que lo reconoce y ha sentido en algún espacio tiempo a ese ángel, aun sin tenerlo lo cuida y protege, este dónde este.


 

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