En el
huerto de la casa hay dos higueras; una de ellas silvestre, y la otra
perfectamente cultivada.
La segunda producía higos hermosos,
dulces y bien maduros, mientras la primera los producía raquíticos, de sabor
áspero y desagradable.
Amparito, que había observado esta
diferencia, preguntó un día a su papá en qué consistía. Respondió el padre:
-El primero de estos árboles es
silvestre y no ha tenido cultivo alguno, mientras el segundo ha sido cultivado
e injertado.
-¿Qué es injertar, papá?
-El injerto se ejecuta de este modo: se
hace una incisión en la corteza de la planta silvestre, se coloca allí una
ramita bien cultivada; después se cortan todas las ramas superfluas, dejando
crecer sólo la buena. La planta sufre mucho al principio con esta operación;
pero después se reanima, se hace más hermosa y produce frutos más abundantes y
sabrosos.
-¡Qué cosa tan bonita!
-Pues eso mismo es lo que se hace con la
buena educación, hija mía. Los padres y los profesores son los jardineros; los
niños, las plantas silvestres; la enseñanza y las advertencias son injertos
buenos; las correcciones son comparables a la poda de las malas ramas, a fin de
que los niños se hagan buenos. Si se los abandonase a sí mismos, crecerían como
plantas incultas, y únicamente darían frutos de perdición.
Amparito comprendió, y no lamento en
adelante las correcciones y los consejos que recibía. Sabía que estaban
inspirados en su bien, y que si la corregían, era por hacerla más buena, para
que cada día fuese mejor.
Es como tierra inculta el hombre
indocto. Solo produce zarzas cardos y abrojos. Pero el estudio en ciencia y en
virtudes enseñadas en la familia le hace fecundo. Las vivencias le enseñaran a
ver y vivir las maldades del ser humano.
Lo más
importante son los cimientos y los tiene para enfrentarse con él. Con
conocimiento y formación. Las decisiones que tome son relativas, porque tendrá
que esforzarse en comprender las emociones del ser humano.
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