Algunas cárceles hacen que la
noción del infierno sea deseable.
En el mundo invertido del blues,
donde la ruina y el dolor son garantía de veracidad, las cárceles son uno de
los regazos primarios.
Junto con plantaciones y juke joints, las prisiones
acunaron al niño trágico, le alimentaron con leche amarga.
Pusieron a los convictos a
trabajar (seis días a la semana, diez horas al día). Cultivos de algodón y
granjas de cerdos y gallinas atendidas por presos encadenados.
La apariencia era compasiva.
“Mirad, no hay puerta, no hay rejas, no hay torres de vigilancia. El terreno
está abierto”, decían los alcaides. Tras ellos, los guardias a caballo, armados
con Winchester de repetición,
mascaban tabaco y escupían. Los gargajos eran lentejuelas sobre la arcilla.
Por mucho que digan algunos
esnobistas de ciudad, el
blues no nació de noche. La lámpara de aquel parto fue el sol
que, en las plantaciones, castigaba con una severidad racista.
Los días en Parchman era muy
largos y el blues siempre estuvo ahí, a plena luz, latiendo en los surcos como
una víscera. Bukka White, que sabía lo que era una cárcel, lo dijo mejor que
nadie:
Estoy en la vieja granja Parchman
“Pero quiero volver a casa”
“Pero quiero volver a casa”
El blues de Parchman era una
polifonía de jirones: la piel desgarrada de las manos que arrancan el algodón
de las cápsulas; el chirrido de los carros de mulas arrastrando la carga hasta
las desmontadoras; los gritos de reclamo de los capataces; el himno milenarista
de las chain-gang de
hombres atados por los tobillos; los golpes de azada contra las malas hierbas;
en la lejanía, los gritos de los sondistas de las barcazas y el gemido de los
silbatos de los trenes, afinados personalmente por cada maquinista para
distinguir un convoy de otro y, a falta de relojes, decir la hora, contar los
minutos restantes de vida.
Los braceros de la cárcel nada
poseían, ni una herramienta, ni una tabla, ni un animal. Morían con el mismo
pantalón de sarga con el que había muerto antes otro interno. Tenían tiempo
para cantar porque vivían para trabajar.
El blues no sabe de sutilezas. En
Parchman castigaban a los díscolos, poco productivos o protestones con
latigazos de Annie la Negra,
una correa de cuero de diez centímetros de ancho que había mellado espaldas de
esclavos desde hacía medio siglo y que la prisión guardaba como un tesoro. Los
encargados de administrar la sanción eran los presos de confianza: chivatos,
veteranos sometidos, amantes de los guardias…
Los azotes, como los golpes de azada,
los cascos de los caballos, las inundaciones del río y el vuelo de los
mosquitos, también seguían el ritmo.
Algunas canciones nacieron en
ferias de ganado (Elvis Presley y su country acelerado); otras, en burdeles
(los Beatles y sus nacientes armonías en la zona rosa de Hamburgo); otras más,
en el garaje de papá (las canciones de capilla y pies descalzos de los Beach
Boys tras lavar y sacar brillo al automóvil de la familia); otras, sobre las
sábanas desordenadas tras el sexo (Sam Cooke)…
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