domingo, 2 de junio de 2013

El blues no nació de noche: Tenían tiempo para cantar porque vivían para trabajar.


Algunas cárceles hacen que la noción del infierno sea deseable.

En el mundo invertido del blues, donde la ruina y el dolor son garantía de veracidad, las cárceles son uno de los regazos primarios.

Junto con plantaciones y juke joints, las prisiones acunaron al niño trágico, le alimentaron con leche amarga.

Pusieron a los convictos a trabajar (seis días a la semana, diez horas al día). Cultivos de algodón y granjas de cerdos y gallinas atendidas por presos encadenados.

La apariencia era compasiva. “Mirad, no hay puerta, no hay rejas, no hay torres de vigilancia. El terreno está abierto”, decían los alcaides. Tras ellos, los guardias a caballo, armados con Winchester de repetición, mascaban tabaco y escupían. Los gargajos eran lentejuelas sobre la arcilla.

Por mucho que digan algunos esnobistas de ciudad, el blues no nació de noche. La lámpara de aquel parto fue el sol que, en las plantaciones, castigaba con una severidad racista.

Los días en Parchman era muy largos y el blues siempre estuvo ahí, a plena luz, latiendo en los surcos como una víscera. Bukka White, que sabía lo que era una cárcel, lo dijo mejor que nadie:

Estoy en la vieja granja Parchman
“Pero quiero volver a casa”
 
El blues de Parchman era una polifonía de jirones: la piel desgarrada de las manos que arrancan el algodón de las cápsulas; el chirrido de los carros de mulas arrastrando la carga hasta las desmontadoras; los gritos de reclamo de los capataces; el himno milenarista de las chain-gang de hombres atados por los tobillos; los golpes de azada contra las malas hierbas; en la lejanía, los gritos de los sondistas de las barcazas y el gemido de los silbatos de los trenes, afinados personalmente por cada maquinista para distinguir un convoy de otro y, a falta de relojes, decir la hora, contar los minutos restantes de vida.

Los braceros de la cárcel nada poseían, ni una herramienta, ni una tabla, ni un animal. Morían con el mismo pantalón de sarga con el que había muerto antes otro interno. Tenían tiempo para cantar porque vivían para trabajar.



El blues no sabe de sutilezas. En Parchman castigaban a los díscolos, poco productivos o protestones con latigazos de Annie la Negra, una correa de cuero de diez centímetros de ancho que había mellado espaldas de esclavos desde hacía medio siglo y que la prisión guardaba como un tesoro. Los encargados de administrar la sanción eran los presos de confianza: chivatos, veteranos sometidos, amantes de los guardias…

Los azotes, como los golpes de azada, los cascos de los caballos, las inundaciones del río y el vuelo de los mosquitos, también seguían el ritmo.

Algunas canciones nacieron en ferias de ganado (Elvis Presley y su country acelerado); otras, en burdeles (los Beatles y sus nacientes armonías en la zona rosa de Hamburgo); otras más, en el garaje de papá (las canciones de capilla y pies descalzos de los Beach Boys tras lavar y sacar brillo al automóvil de la familia); otras, sobre las sábanas desordenadas tras el sexo (Sam Cooke)…

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