viernes, 4 de enero de 2013

Reina y madre

Érase cierta vez, mis queridos niños, una reina gentil, y érase en aquellos tiempos fabulosos en que las hadas paseábanse por bosques y praderas.
La reina estaba muy afligida de no tener hijos. Paseando un día por el campo, vió a una mujer pobre, miserable, sentada al sol y acariciando a su chiquitín.
Halagada la criatura por las caricias de la madre, sonreía y azotaba, con sus tiernas manecitas, el rostro de la mimosa mujer.
Ésta se lo comía a besos, diciéndole frases dulces.
La reina, que lo oía embelesada, se dijo de pronto:
¡Le llama rey! ¿Y por qué no ha de ser príncipe?
Y, adelantándose, exclamó:
Buena mujer: según parece, pasas mucha miseria; el niño no está muy robusto, y es lástima, pues, bien criado, sería hermosísimo.
Buena señora contesto la pobre-otras mujeres podrían cuidarle mejor; pero no con el amor inmenso que yo lo hago.
Dudó un instante la soberana; más, al fin, dijo resuelta:
Soy la reina, y, si consientes en darme a tu hijo, te colmaré de tesoros.
Buena reina-repuso la mendiga llorando-tú no querrás que yo sea la más infeliz de las mujeres. ¿Separarme de este hijo de mis entrañas? ¡Es mío y muy mío!
Y le estrechaba con tanta fuerza, que el niño, dolorido, se puso a llorar.
La reina se alejó suspirando.
En esto, se presentó  a la soberana un hada preciosísima, ataviada con manto de oro que parecía tejido con hebras de sol.
El goce maternal-dijo-es el más puro de todos los goces, no se compra ni se vende; lo da la Naturaleza, lo da Dios. Si te hubieras llevado al niño, habrias hecho a su madre más infeliz de lo que tú eres.
¡Oh, hada querida! Debe ser muy hermoso tener un hijito, ver sus sonrisas, amamantarle y mirarnos en el puro color de sus inocentes ojos.
-Pues, oye: con esa condición te haré dichosa. Tienes que amamantarle tú, aunque te cueste los más grandes sacrificios.
-¡Oh, buena hada, así lo haré, aunque deba convertirme en mendiga!
Cuando, al año siguiente, empezaban a florecer los almendros, el rey y la reina tenían su hijito heredero.
No podéis imaginaros, queridos niños, la alegría de aquella dama.
Pero la rigurosa etiqueta palatina exigía que el vástago fuese criado a otros pechos. La reina se negó, diciendo:
-¡Soy su madre y he de ser su nodriza!
Viendo el rey que sus palabras eran inútiles, la repudió. Pocos días después salía de palacio, y la antes poderosa señora llevaba una vida miserable; pero era feliz acariciando a su hijo y diciéndole:
-¡Rey mío, príncipe de la luna y del Sol!
No creáis, queridos niños, que estos dos ejemplos de amor maternal no se repitan en la vida. Aquí en España, durante el reinado del caballeroso D. Amadeo, ocurrió que, paseando su virtuosa esposa, se encontró con una pobre mujer que no podía alimentar a sus hijos.
La entonces reina de España era nodriza de los suyos, y, viendo llorar al pequeñuelo, le cogió y le llevó a su pecho.
Entonces se adelantó un palaciego y le expuso, respetuosamente, que no debía obrar así.
La mujer de D. Amadeo contestó con estas sublimes palabras:
-Antes que reina, soy madre.
A veces la vida nos hace vivir situaciones que no queremos, pero que tenemos que vivirlas por nuestros hijos.
Por ese motivo debemos a nuestra madre nuestro corazón y nuestra vida. Porque ellas toman decisiones que marcan un antes y un después en las vidas de sus congéneres.
Pero lo más importante que hay que valorar es el amor que no han logrado malograr personas tan destructivas como los personajes de este relato que se irán conociendo a medida que vayamos adentrándonos en conocer a esta gran madre, mujer que lucha por lo que cree y desea vivir más que mal vivir en un cascaron gigantesco de falsedades y frivolidad.
Para ella prevalece su espacio y personalidad intacta.
Sé agradecido a los autores de tus días les aconseja a sus hijos: jamás podrás satisfacerles una pequeña parte de lo mucho que les debes.

Porque cuando tienes a un gran hombre a tú lado, todo es posible
 

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