Érase
cierta vez, mis queridos niños, una reina gentil, y érase en aquellos tiempos
fabulosos en que las hadas paseábanse por bosques y praderas.
La reina
estaba muy afligida de no tener hijos. Paseando un día por el campo, vió a una
mujer pobre, miserable, sentada al sol y acariciando a su chiquitín.
Halagada
la criatura por las caricias de la madre, sonreía y azotaba, con sus tiernas
manecitas, el rostro de la mimosa mujer.
Ésta se
lo comía a besos, diciéndole frases dulces.
La reina,
que lo oía embelesada, se dijo de pronto:
¡Le llama
rey! ¿Y por qué no ha de ser príncipe?
Y,
adelantándose, exclamó:
Buena
mujer: según parece, pasas mucha miseria; el niño no está muy robusto, y es
lástima, pues, bien criado, sería hermosísimo.
Buena
señora contesto la pobre-otras mujeres podrían cuidarle mejor; pero no con el
amor inmenso que yo lo hago.
Dudó un
instante la soberana; más, al fin, dijo resuelta:
Soy la
reina, y, si consientes en darme a tu hijo, te colmaré de tesoros.
Buena
reina-repuso la mendiga llorando-tú no querrás que yo sea la más infeliz de las
mujeres. ¿Separarme de este hijo de mis entrañas? ¡Es mío y muy mío!
Y le
estrechaba con tanta fuerza, que el niño, dolorido, se puso a llorar.
La reina
se alejó suspirando.
En esto,
se presentó a la soberana un hada
preciosísima, ataviada con manto de oro que parecía tejido con hebras de sol.
El goce
maternal-dijo-es el más puro de todos los goces, no se compra ni se vende; lo
da la Naturaleza, lo da Dios. Si te hubieras llevado al niño, habrias hecho a
su madre más infeliz de lo que tú eres.
¡Oh, hada
querida! Debe ser muy hermoso tener un hijito, ver sus sonrisas, amamantarle y
mirarnos en el puro color de sus inocentes ojos.
-Pues,
oye: con esa condición te haré dichosa. Tienes que amamantarle tú, aunque te
cueste los más grandes sacrificios.
-¡Oh,
buena hada, así lo haré, aunque deba convertirme en mendiga!
Cuando,
al año siguiente, empezaban a florecer los almendros, el rey y la reina tenían
su hijito heredero.
No podéis
imaginaros, queridos niños, la alegría de aquella dama.
Pero la
rigurosa etiqueta palatina exigía que el vástago fuese criado a otros pechos.
La reina se negó, diciendo:
-¡Soy su
madre y he de ser su nodriza!
Viendo el
rey que sus palabras eran inútiles, la repudió. Pocos días después salía de
palacio, y la antes poderosa señora llevaba una vida miserable; pero era feliz
acariciando a su hijo y diciéndole:
-¡Rey
mío, príncipe de la luna y del Sol!
No
creáis, queridos niños, que estos dos ejemplos de amor maternal no se repitan
en la vida. Aquí en España, durante el reinado del caballeroso D. Amadeo,
ocurrió que, paseando su virtuosa esposa, se encontró con una pobre mujer que
no podía alimentar a sus hijos.
La entonces
reina de España era nodriza de los suyos, y, viendo llorar al pequeñuelo, le
cogió y le llevó a su pecho.
Entonces
se adelantó un palaciego y le expuso, respetuosamente, que no debía obrar así.
La mujer
de D. Amadeo contestó con estas sublimes palabras:
-Antes
que reina, soy madre.
A veces
la vida nos hace vivir situaciones que no queremos, pero que tenemos que
vivirlas por nuestros hijos.
Por ese
motivo debemos a nuestra madre nuestro corazón y nuestra vida. Porque ellas
toman decisiones que marcan un antes y un después en las vidas de sus congéneres.
Pero lo
más importante que hay que valorar es el amor que no han logrado malograr
personas tan destructivas como los personajes de este relato que se irán conociendo
a medida que vayamos adentrándonos en conocer a esta gran madre, mujer que
lucha por lo que cree y desea vivir más que mal vivir en un cascaron gigantesco
de falsedades y frivolidad.
Para ella
prevalece su espacio y personalidad intacta.
Sé
agradecido a los autores de tus días les aconseja a sus hijos: jamás podrás
satisfacerles una pequeña parte de lo mucho que les debes.
Porque
cuando tienes a un gran hombre a tú lado, todo es posible
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