Al salir decide mirar hacia delante y observa que la muchacha no está en peligro. Su rostro se llena de dulzura al saber que está viva, o al menos es lo que supone.
Decide seguir el camino y no puede evitar mirar la casa de la muchacha. Desconcierto en su rostro denota al no verla. La duda lo embarga inmediatamente de tristeza.
Va por el camino y, a lo lejos, divisa una figura humana entre la niebla. Mientras avanza no quita la mirada de aquella figura. Mientras se va acercando su duda va desapareciendo, ¡Es la muchacha! Se queda perplejo.
Su voz no logra exteriorizar, para decirle a su maestro, de que la muchacha está viva.
Entonces él se detiene delante de la muchacha. Él rostro de él se ilumina de felicidad, pero inmediatamente la felicidad se transforma en tristeza. Con una sonrisa esbozada se miran con gran ternura y pasión los dos.
La muchacha toma la mano de él y, la pone sobre el rostro de ella. Él acaricia su cara, mientras ella las besa. Él gira un el torso y mira hacia delante, ve que su maestro avanza sin esperarlo. Vuelve su mirada sobre el rostro de la muchacha. Aprieta las delicadas manos de ella, llenas de mugre. Una lágrima va saliendo de los ojos de él, lentamente va cayendo mientras la mira y no quiere soltar esas manos delicadas.
Respira profundamente como si el aire no llegara a sus pulmones, como si el corazón se le fuera a parar. Vuelve a mirar delante y decide soltar las manos de la muchacha.
Respira profundamente como si el aire no llegara a sus pulmones, como si el corazón se le fuera a parar. Vuelve a mirar delante y decide soltar las manos de la muchacha.
Se apresura en dar alcance a su maestro, pero de repente reduce la marcha y decide girar su cuerpo noventa grados y mirar hacia atrás a la muchacha.
La muchacha va avanzando despacio, como si no pudiera avanzar más de prisa, con mirada dulce, triste, desasosiego, angustia, desesperación, incomprensión. Ve como se detiene él, mientras ella está detrás avanzando sin saber su destino.
La muchacha intenta expresar algo, pero no se exterioriza la voz. Sus pasos son firmes mientras avanza callada hacia él. La mirada es llena de ternura. Pero de repente él, decide girarse y continuar adelante. La muchacha se desespera, pero su voz una vez más no se exterioriza.
Pasado muchos años aquel joven, ahora viejo dice:
Jamás me he arrepentido de esa decisión. Pues aprendí de mi maestro muchas cosas sabias, buenas y verdaderas.
Cuando al fin nos separamos, me regalo sus anteojos. Y mi maestro dijo:
Que yo era aun muy joven, pero que algún día me serian útiles y de hecho ahora las llevo sobre mi nariz, mientras escribo estas líneas.
Después me dio un fuerte abrazo como un padre y se despidió de mí.
Nunca más volví a verle y no sé lo que fue de él. Pero ruego siempre a Dios que haya cogido su alma y le haya perdonado las pequeñas vanidades que su orgullo intelectual le llevo a cometer.
Sin embargo, ahora que soy un hombre viejo, debo confesar:
“Que de todos los rostros del pasado que se me aparecen, aquel que veo con más claridad, es el de la muchacha con la que nunca he dejado de soñar a lo largo de todos estos años. Ella fue el único amor terrenal de mí vida. Aunque jamás supe su nombre”.
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